Noche de oración y de tinieblas
La primera imagen que recuerdo del Cristo de San Pedro, no la vi ni en mi casa, ni en su templo. Aunque pueda parecer extraño no fue en ninguno de esos dos lugares. La imagen que recuerdo del Cristo estaba muy cerca de mi casa, pero no fue allí. Tengo aquella imagen en una casa de la antigua calle Purgatorio, en la cabecera del despacho de un hombre que luego daría nombre a la misma calle.
Aquella imagen, en los ojos de un crío de cuatro o cinco años era tan enorme que, ocupaba casi toda la pared. Entraba por allí corriendo alguna que otra vez y cuando veía abierta la puerta del despacho quedaba ante mis ojos aquella portentosa estampa. Me paraba a contemplarla como si estuviera frente a una capilla.
Sin embargo, y con el paso de los años su tamaño no era tal, cuanto la grandeza que para mi encerraba. Aquella misma imagen que veía entrar el grano de trigo, lo veía salir transformados en hogazas de pan. Con el mismo amor como Cristo se hizo pan y se quedó con nosotros para siempre y con la misma grandeza con que nosotros, como granos de trigo caigamos en tierra fecunda y demos fruto al ciento por uno.
Luego, y con el paso de los años, lo que mejor recuerdo era aquella silueta roja y dorada recortada en la noche oscura del Viernes Santo. Ese signo del Cristo, ese dosel que se convierte en seña de identidad, en un referente que aglutina todo el peso de la tradición, y que arropa a los que fueron, a los que son y serán de Cristo.
Tuve la enorme dicha de que mis dos abuelos fueron cristeros. Bendita la hora, pues eso permitió que mi corazón nunca estuviera dividido, y así sintiera estar arropado por ese dosel de doble herencia bordado por ambas caras.
Antes de vestir la túnica, tuve la oportunidad de ir, durante algunos años, de la mano de mi abuelo José María en ese lugar de privilegio. El Cristo marcaba el ritmo, el pulso y la cadencia y nosotros caminábamos tras Él. Siempre caminando tras Él.
Y en esas tardes de Viernes Santo, el dosel cubría su imagen, del que sólo intuíamos su presencia, sólo llegando a manifestarse cuando el paso daba alguna “revirá.” Entonces, apreciábamos como la frialdad de su cuerpo muerto contrastaba con el calor que desprendían los cirios rojos de los paisanos. Aquellos hermanos del brazo “pesao” que sienten el crujir de las trabajaderas y el crepitar de la cera. O aquellas que van tan cerca del Señor que hasta lo escuchan musitar sus Siete palabras.
Aquel dosel recortado en lo negro de la noche y en la sombra de las cales de las casas, siguió siendo esa imagen grabada en la retina de aquellos primeros años de penitencia. Y todavía hoy lo sigue siendo, cuando a lo lejos y desde el tramo de la Virgen aprecio esa silueta de tradición en la noche del día de la redención. Y aún a sabiendas que su imagen va ahí, esa noche ni puedo verlo acompañando a la Virgen, ni podría verlo yendo delante de él.
Por tanto, dejadme que no os hable de esa noche en que al pueblo el Cristo se manifiesta.
Dejadme que no os cuente nada de túnicas y capas negras,
ni de lo fugaz del paso del tiempo,
ni de la escalinata,
ni la quinta frente a San Lorenzo
o en la esquina de Padre Marchena.
Ni el deambular por Carrera,
ni de monjas mercedarias en el alfeizar.
Dejadme que no os cuente nada
del sonar de bambalinas de plata
que hasta a la misma noche despiertan.
Ni cuando en Obispo Salvador Barrera,
el vacío silencio llena las aceras
desde la cruz que guía hasta que el palio se aleja.
Dejadme que no os cuente nada de cruces y promesas,
ni de vivencias de hermandad, ni de ritos ancestrales,
ni de protestaciones de fe, ni de salidas procesionales,
ni siquiera de todo lo vivido dentro de estos venerables muros.
Dejadme que, hoy y ahora, sólo hable con Él,
como un viernes del año cualquiera.
Postrándome frente a él,
como si aquí nadie hubiera.
Hoy, Señor, quisiera hablarte con una oración
y desde mi contrición decirte:
¡ Padre mío, Cristo de San Pedro,
Perdóname, porque no sé lo que hacía!
Pues yo también te he enclavado,
por mis faltas, mis fallos y mis pecados,
por mis arrogancias, egoísmos y cobardía.
Déjame sentir ese miserere, que inunde toda mi alma.
No ese de noche tan grave y voz oscura, tan agónico, ronco y melancólico.
Déjame sentir tu infinita misericordia, la que tienes como Padre para recibirnos con los brazos abiertos.
Tú sabes mejor que nadie lo que hay dentro de mí. Y antes de concebirme sabías lo que había en mí. Desde mi niñez he estado junto a ti. O más bien, Tú junto a mi.
Esa casa que me vio nacer, esas paredes que sintieron mis primeros alientos y esos suelos que vieron dar mis primeros pasos, ya te habían visto a Ti, y sintieron tu aliento y tu presencia. Quiso el cielo y además el celo de un cristero que para Ti mi casa, por un momento, fuera el paraíso terreno. Sin embargo, el haber sentido el mismo aire que un día respirabas, no será para mi garantía de alcanzar el paraíso prometido al Buen Ladrón en esas horas de agonía.
Viéndote en tal estado, posiblemente no merezco pedirte nada. Si ya estando en ese suplicio a Tu Madre nos entregabas. Con la más bella palabra, María fue recibida por Juan.50 Sin merecerlo, también yo estaba allí, y tú, y tú también,… Estábamos allí para recibir a una Madre Angustiada. A la que pido que me acoja, que nos asista bajo su negro manto e interceda por todos.
Que junto a mi cruz, no tenga que decir nunca, Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?
Yo sé que hay preguntas que nacen en lo más profundo de mi alma, cuando más te necesito, cuando más te requiero, y cuando más te busco, pero creo que no te encuentro. Y sé también que hay respuestas que como hombre no puedo encontrar. Por eso, quiero, Cristo mío, que cubras mis ausencias, que en los trances de mi vida no me sienta abandonado, y con tu dosel siempre arropado.
Mientras, tú harás que no sea sólo cristero de Viernes Santo, que asiste y te ve sólo ese día. Tú harás que sea el que se postra ante ti, todos los viernes de mi vida. Sólo Tú, serás mi compañía, por todos los días de mi vida.
Y aunque mi oración sea luz en mis tinieblas, no sabré como calmar tu sed.
¿Cómo podría yo apagar tu sed?
¿Tú que conviertes el agua en vino,
que multiplicas los panes y peces por cientos,
que haces andar a los paralíticos,
que das vista a los ciegos,
y que resucitas hasta los muertos?
¿Tú que perdonas lo mismo a la Magdalena,
que al hijo que, después de tanto, con su padre ha vuelto.
Tú que das agua que salta hasta la Vida Eterna?
¿Cómo podría yo apagar tu sed? ¿esa sed que Tú tanto clamas?
Será cuando pase el tiempo, y cuando todo esté consumado, y en este mundo mi vida esté acabada, que vendrá a visitarme aquella que a todos nos iguala. Entonces, mi túnica negra y acardenalada servirá como mortaja. Y en ese postrer aliento, cuando llegue mi último Viernes Santo, éste será mi testamento:
¡Padre, Cristo mío de San Pedro, mi espíritu encomiendo a tus manos!
Del pregón de Semana Santa de 2007
Pronunciado por Ntro. Hno. Manuel Antonio Ramos Suárez